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Lo que necesitaba era Tiempo. No cinco minutos ni diez, ni quince, ni siquiera media hora, que era lo que conseguía teniendo suerte. Quería tener Tiempo sin límites para luego no lamentarse si se olvidaba algo. Sin duda era eso lo que quería, pero nunca lo tuvo. Graciosa, amarga y fugaz la existencia, ¿verdad? Que te deja siempre con la palabra en la boca, la miel en los labios y los pies fríos bajo la manta que lo cubre todo sin cubrir nada.

Sin embargo, aun a riesgo de resultar molesto, pesado y demás piropos sin fundamento, démosle la oportunidad de desahogarse. Al fin y al cabo, en el teatro de la vida todos tenemos un papel que cumplir. Y por eso transcribo aquí un fragmento de lo que quiso decir, lo que dijo y lo que no llegó a decir:

 Te perdono. Te perdono todo. Escúchame bien porque lo diré sólo una vez más: te perdono. Lo que sé y también lo que no sé, que debe ser mucho si es que esto tuvo alguna vez algo de sentido, si alguna vez el tiempo se posó en tus pestañas para regalarme algo cierto y verdadero. 

 Te perdono, todo lo que no te atreves a contarme y todo aquello que alguna vez quisiste contarme pero que tú misma te impediste por miedo o por cualquier otra razón que ya has olvidado. Lo de ese también, por si crees que no lo sé.

 Te perdono, tu plantón sin avisar aquel día que pudo cambiarlo todo, aunque no sepas por qué y seguramente no quieras saberlo. No te preocupes que te lo ahorraré de todas formas.

 Te perdono, que quieras vivir de verdad aunque sea de mentira. Que digas que quieres luchar y luego no lo hagas. Que hayas abandonado la pelea en el primer asalto. Que no creyeras en nosotros y que te autoconvencieras de que era imposible, aunque ya antes haciendo justamente lo imposible, Él ya lo había hecho posible. Que haya dejado de revolucionar tu mundo, que te hayas visto incapaz de continuar. Que ahora te vayas y yo no sea razón para quedarte. Que no me hayas dado un solo motivo que pueda comprender manteniendo mi confianza en ti.

 Te perdono, tus dientes blancos brillándome en medio de tu risa, tu manera de no-mirarme, tu baile bajo la lluvia ficticia de lo que tuvimos o no. Te perdono, tus fantasmas planeando, que el miedo venciese y que no contaras conmigo para desarmarlo. Te perdono, tu inseguridad, tu armadura oxidada de tanto ponértela, la ilusión que renovaste en mi alma pero que te llevaste sin mirar atrás a las primeras de cambio.

Te perdono, el juego que nunca quise jugar, nuestra lucha de gigantes cabezudos y cabezotas. Te perdono, que pensaras que esto era un cuento de hadas cuando yo soy más de tragicomedia. Que tu disfraz de princesa no te sentara bien y que quisieras ponerme un azul que no me favorece en absoluto. Te perdono, los buenos momentos, porque los malos ya se olvidarán solos.

 Te perdono, porque es una manera de pedirte perdón. Porque ahora dudo, porque la fe se alimenta de experiencia, porque se fue una certeza y no eras tú. Sin embargo, sé que volverá porque en el fondo sé que nunca se ha ido, y es una suerte. Soy críptico pero me entiendo, y al fin y al cabo esto es para mí aunque esté escrito en tu segunda persona.

Te perdono, porque es la única manera de avanzar, porque es hora de asumir que ninguno de los dos llevó nunca la luna debajo de su brazo. Te perdono, porque te quise, te quiero y te querré. Te perdono, tener que olvidarte.

 Te perdono, porque nunca publicaré esto. Te perdono, gracias a Dios, y sobre todo te perdono por no haber sido capaz de pedirme perdón por nada de lo que ya he escrito ni por todo lo que me dejo. Quizá, ahí me diera cuenta por primera vez de que tenías razón y nunca fuiste para mí.

 En fin, ya ves que no fui capaz de repetirlo sólo una vez más y mantener la palabra dicha. En eso, como en tantas otras cosas, quizás no somos tan distintos.


Son las dos y media de un día lectivo. También te perdono por inspirarme cuando insomne, estás dormida.

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