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«Nadie había imaginado la posibilidad del Creador viviendo entre los hombres, hablando con funcionarios romanos y recaudadores de impuestos. Pero la mano del Dios que había moldeado las estrellas se convirtió, de pronto, en la manecita de un niño que gimotea en una cuna. Y ese hecho, admitido en bloque por la civilización occidental durante dos milenios, es, sin ninguna duda, el hecho más asombroso que ha conocido el hombre desde que pronunció la primera palabra articulada.

La Navidad, que en el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en el siglo XX de la frivolidad, que es el intento de alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse. Que se nos diga que nos alegremos el día de Navidad es razonable e inteligente, pero solo si se entiende lo que el mismo nombre de la fiesta significa.

Que se nos diga que nos alegremos el 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede alegrarse así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para estar alegre. Un hombre podría organizar una fiesta si hubiera heredado una fortuna; incluso podría hacer bromas sobre la fortuna. Pero no haría nada de eso si la fortuna fuera una broma.

No se puede montar una juerga para cele­brar un milagro del que se sabe que es falso. Al desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir sólo el humano, se está pidiendo demasiado a la naturaleza humana. Se está pidiendo a los ciudadanos que ilumi­nen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar».

G.K. Chesterton

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