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Mírala, ahí está, al otro lado del paso de cebra. Nuestras miradas se cruzan y una sonrisa se me escapa. Cuando el semáforo se pone en verde no soy capaz de mirarla a los ojos y la chica pasa de largo, como tantas. Era la primera vez que la veía y dentro de un par de días habré olvidado totalmente su figura. Hoy sólo recuerdo que era castaña y muy guapa, pero no sabría decir por qué. Pronto pasará a ser un recuerdo de tantos.

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Andando entre la multitud, bajando hacia Fuencarral hay una chica que acaba de cruzarse conmigo disparada. Me paro, me giro y la observo caminar. Lleva el pelo negro y un abrigo verde. No sé por qué me he parado, pero acabo de entorpecer a una señora mayor con un carrito. Me disculpo y sigo bajando la calle.

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El metro en hora punta no tiene un gran atractivo. Y menos si vas de pie. Menos mal que hoy delante mía acaba de sentarse una chica de pelo negro que juguetea con el móvil. Yo simulo que leo, que eso siempre funciona. Y con el rabillo del ojo la observo bajarse en Embajadores.

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A la semana vuelvo a pensar en la chica del metro. Al dibujarla en mi cabeza me doy cuenta de que me he fijado en ella porque tenía el mismo pelo negro que X, le caía por los hombros de la misma forma. Dos pasos más y al pensar en la chica de Fuencarral caigo en que andaba igual que X, atolondrada y con pasos gigantescos. En cambio, la del paso de cebra no se parecía a X, tenía una belleza diferente. Creo que pensé en X porque todas las mujeres me recuerdan a ella.

En todos los lugares te encuentro.

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