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Jonás se giró en cuanto se oyó el sonoro portazo, y mientras contemplaba aquella puerta definitivamente cerrada no podía dejar de pensar en ello. Pese a todo, a medida que iba reflexionando en lo que dejaba atrás, una extraña y curiosa sensación de satisfacción iba embriagándolo, casi como si hubiera bebido un par de copas de más y flotara sobre aquella especie de vestíbulo.

Observó con alivio que la herida del pecho había dejado de supurar, cicatrizaba. La luz prometida, pese a que se observaba por un ventanal que era noche cerrada, lo invadía todo. Como había predicho Samuel la sombra era pequeña y transitoria, y se desvanecía al no poder alcanzar una belleza tan alta. Al fin la página había sido doblada, las olas de la muerte lo habían envuelto para dejarlo tranquilamente en aquel lugar y por fin podía dejar de echar la mano a la espada y de volver la vista atrás.

Sabía que el futuro era incierto, sin duda, pero al mismo tiempo florecían en él ganas de vivirlo como correspondía. Con una renovada alegría que brotara de lo más hondo de su ser, una alegría que sabía no enteramente suya sino reflejo de una más grande: la gigantesca alegría del Hacedor, del padre que ve volver a su hijo a casa con la vista arrepentida y el cuerpo molido de palos.

Es verdad, no estaba seguro de qué era aquello, donde estaba o qué significaba aquella melodía que escuchaba al fondo de la sala, y que parecía llegar de detrás de un grueso portón de roble. Cierto es, no tenía la menor idea de lo que le aguardaba detrás, pero sí supo que tenía que traspasar aquella nueva puerta. Después de haber saboreado las mieles del barro, en cierto sentido aceptaba como bueno lo que tuviera que pasar a continuación, ya no sentía miedo ni se veía solo.

– Al fin y al cabo – dijo mientras se abría aquella puerta ante él para dar paso a un pasillo sin fin que comunicaba con medio centenar de puertas como aquella  – nunca lo he estado.

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