5
(13)

Recuerdo el momento y las palabras, aunque me avergüenza no recordar su nombre. Yo iba vestido de una forma bastante particular, procedente de una tierra y un tiempo lejanos, con la cara tiznada de negro, un gorro con una pluma y unos guantes blancos. Mi vestimenta era parte importante en mis atribuciones reales y mágicas (en el buen sentido del término); nuestra visita a aquel cotolengo era siempre recibida con expectación y nerviosismo.

Digo que no recuerdo su nombre, pero sí recuerdo cómo cogió mi mano y me miró desde la silla de ruedas en la que estaba sentada. Los villancicos sonaban de fondo y el rasgueo de las guitarras y el golpeteo de los tambores hacían difícil entenderse. En la sala había más de veinte enfermas, algunas de ellas ya habían recibido sus regalos y no podían evitar lanzar gritos alborotados. No era mi primera vez allí, por lo que el impacto de la escena fue mucho menor.

Le di el regalo que habíamos traído para ella desde Oriente y me dijo que llevaba muchos años allí sin apenas poder moverse. Debía tener casi sesenta años, pero el tener poca movilidad y no poder valerse por sí misma le hacían parecer mayor de lo que era. Entonces, sin venir a cuento, me dijo:

No hay nada mejor que estar con Jesús, nosotras tenemos mucha suerte porque podemos recibirle todos los días. Cada día, en la Eucaristía delante del Santísimo, en el momento de la Consagración, yo le dejo ahí todo. Todo lo que no entiendo, mis sufrimientos, mi enfermedad, todo. Se lo dejo ahí a Él, y encuentro la paz. Déjaselo tú también todo a Él, hazme caso.

La memoria siempre resulta engañosa, y más a medida que pasa el tiempo, pero el sentido de sus palabras fue más o menos ese. Me quedé descolocado, aturdido. No esperaba que me evangelizaran a mí, se suponía que era yo el que iba ahí a hacer una buena obra por los demás. Creo recordar que musité un par de palabras de asentimiento y fui a repartir el siguiente regalo. No sé si le pedí que rezara por mí.

Recuerdo que estuve pensando durante un tiempo en las palabras de esa mujer, un cero a la izquierda para el mundo, dependiente, con sus capacidades mentales limitadas, firme candidata para muchos a ejecutar la única opción y, sin embargo, con más sabiduría que la mayoría de personas que había conocido en mi vida. He decidido guardarla en mi memoria como Consuelo. Ella me consoló en un momento en que mi fe vacilaba; me enseñó a rezar con sencillez en el momento más inesperado.

Hoy, Día de Todos los Santos, me ha venido a la memoria este momento, muchos años después, sin saber muy bien por qué, sin tener ni idea de si Consuelo vive o no todavía. Hay una belleza muy alta en la forma en que Consuelo rezaba, un misterio inasible que escapa a nuestro entendimiento. Hoy, he rezado como ella lo hacía. ¿Quieres probar tú?

¡Puntúa este artículo!