Ya hemos hablado por aquí en más de una ocasión de G.K.Chesterton, escritor inglés nacido en Londres en 1874 e inspirador, vale la pena recordarlo, del nombre de este blog. Educado en el anglicanismo y tras su paso por el agnosticismo, Chesterton decide bautizarse en el seno de la Iglesia católica en 1922, en una Inglaterra donde la confesión anglicana imbuía todo el aparato del Estado y los católicos eran prácticamente considerados traidores a la patria. No es de extrañar, por tanto, que Chesterton tuviera que explicar a menudo los motivos de su bautismo, defendiendo públicamente su fe y la racionalidad del cristianismo. Esas respuestas, dadas a menudo en forma de artículos o ensayos breves, se encuentran en “Por qué soy católico”, toda una referencia para conocer el pensamiento de G.K.Chesterton. El ensayo que quiero compartir contigo hoy, querido lector, “La excepción confirma la regla”, es uno de los escritos contenidos en este volumen, que he decidido partir en dos para hacerte más sencilla su lectura (¡la semana que viene el siguiente!). ¡Compartimos impresiones en los comentarios!
La excepción confirma la regla, G.K.Chesterton
La Iglesia católica es lo único que salva al hombre de la degradante esclavitud de ser un niño. He comparado la Iglesia con las llamadas nuevas religiones. Pues bien, éste es el aspecto en el que difieren radicalmente. Las nuevas religiones se adaptan de muchas maneras a las nuevas condiciones de vida, el problema es que es lo único a lo que se adaptan. Cuando esas condiciones hayan cambiado, dentro de un siglo aproximadamente, los aspectos en los que exclusivamente se centran ahora carecerán de sentido. La fe católica, en cambio, es tan lozana como la más reciente de las nuevas religiones, pero además posee todas las riquezas —y sobre todo, los tesoros acumulados— de una vieja religión. Desde este punto de vista, su antigüedad resulta una gran ventaja, especialmente si lo que se busca es renovarse y mantenerse joven. Sólo por analogía con el cuerpo de los animales suponemos que lo viejo ha de ser rígido. Pero esto no es más que una metáfora de huesos y arterias. En un sentido intelectual, lo que es viejo es flexible. Sobre todo, es más diverso y ofrece más alternativas. En la historia de las religiones se produce un fenómeno parecido al de la rotación de las cosechas, en que los viejos sembradíos se dejan en barbecho por un tiempo antes de volver a trabajarlos. Pero cuando una nueva religión o alguna otra novedad ha segado la única cosecha que es capaz de sembrar, basta con un ventarrón para borrar los surcos y dejar el terreno baldío. La Iglesia católica, esa realidad tan antigua, ha acumulado un acervo de armas y tesoros donde podemos escoger libremente; todos los siglos están representados en ella, y una época puede servir para rescatar a otra. En ella es posible que el viejo mundo sirva para equilibrar el platillo del nuevo.
En todo caso, las nuevas religiones están adaptadas al mundo nuevo. Éste es su peor defecto. Toda religión es fruto de causas contemporáneas fácilmente detectables. El socialismo es una reacción contra el capitalismo. El espiritualismo es una reacción contra el materialismo (también, en su versión más exacerbada, es apenas un rastro dejado por la tragedia de la Gran Guerra). Pero en otro sentido, más sutil, también puede decirse que la misma adaptabilidad de las nuevas confesiones es lo que las hace poco adaptables, y que el hecho mismo de ser tan aceptables es lo que las vuelve inaceptables. Así, todas se declaran progresistas, puesto que el característico alarde de su característica época era el progreso; todas se definen como demócratas, porque nuestro sistema político sigue patéticamente llamándose democrático. Todas se han mostrado felices de reconciliarse con la ciencia, en un acto que a menudo no ha sido más que una rendición anticipada. Se despojaron lo antes posible de cualquier vestimenta o símbolo que pudiera considerarse inelegante o fuera de moda. Se jactaron de sus brillantes servicios y alegres sermones: al fin las iglesias podían competir con las salas de cine, es más a la iglesia se podía ir como se va al cine. En sus versiones más moderadas, se dedicaron a ensalzar los placeres naturales, como el disfrute de la naturaleza y aun el goce de la naturaleza humana. Son excelentes cosas, qué duda cabe, y una excelente muestra de libertad. Y sin embargo, todo esto tiene sus limitaciones.
Lo que queremos no es una religión que nos dé la razón cuando acertamos, lo que queremos es una religión que acierte cuando nos hemos equivocado. En realidad, todas estas recientes modas tienen menos que ver con la libertad que pueda concedernos la religión que (y en el mejor de los casos) con la religión que nuestra libertad nos autorice a profesar. Y toda esa gente toma como modelo las modernas tendencias, con lo que tienen de amable y también de anárquico y en buena medida de repetitivo y obvio, y exige que todas las confesiones religiosas se ajusten a él. Pero el modelo seguiría estando ahí, con o sin confesiones. Es gente que pide que la religión tenga una dimensión social, cuando lo que sucede es que le gusta lo social y no necesita ninguna religión. Pide que la religión sea práctica, cuando es gente práctica que no practica ninguna religión. Dice que lo que hace falta es una religión aceptable por la ciencia, cuando está siempre dispuesta a aceptar la ciencia y casi nunca lo está a aceptar la religión. Dice que prefiere que la religión sea de tal manera sólo porque ya es de esa manera, que la necesita, cuando en realidad puede vivir sin ella.
Muy otra cosa es lo que sucede cuando una religión, en el sentido verdadero de un ligamen o vínculo, obliga a los hombres a vincularse con una moral que no se confunde con sus tendencias. Muy otra cosa es que algunos santos predicaran la reconciliación social a facciones en guerra que apenas podían mirarse a la cara sin querer degollarse. Era muy otra cosa predicar la caridad a los paganos, que no creían en ella, así como hoy es muy otra cosa predicar la castidad a los nuevos paganos, que no creen en ella. Es en estos otros casos cuando se produce la verdadera lucha cuerpo a cuerpo con la religión, y es entonces cuando se manifiesta el singular y solitario triunfo de la fe católica. Que no consiste sólo en tener razón cuando estamos en lo cierto, sino también en sentirnos alegres o esperanzados o humanos. En haber estado en lo correcto al errar y descubrirlo mucho después, cuando vuelve a nosotros la conciencia de lo que hicimos, como un bumerán. Una sola palabra que nos habla de lo que desconocemos tiene infinitamente más valor que un millar de palabras que repiten lo que ya sabemos. Y el efecto se acrecienta extraordinariamente si no sólo nos habla de lo que ignorábamos, sino además de lo que no podíamos creer que fuera cierto. Puede parecer paradójico decir que la verdad nos enseña más cuando nos habla en un lenguaje que rechazamos que con palabras que estamos acostumbrados a recibir. Sin embargo, esa paradoja contiene una parábola de las más sencillas y familiares, que puede ilustrarse con un sinfín de ejemplos. Si se nos dice que procuremos evitar los pubs, pensaremos que quien nos da este consejo quizás sea un tipo bienintencionado, pero a fin de cuentas un pesado. Si se nos recomienda que frecuentemos los pubs, tal vez nos parezca un consejo preñado de una ética superior e inspirado por ideales elevados, aunque quizás también un consejo demasiado simple y evidente para que sea necesario propugnarlo. Pero si lo que se nos recomienda es que en ningún caso vayamos al pub llamado The Pig and Whistle, que se encuentra a mano izquierda según se da la vuelta al estanque, esto nos parecerá excesivamente dogmático y arbitrario y claramente falto de argumentos. Ahora bien, si lo primero que hacemos es ir al Pig and Whistle y allí intentan matarnos poniendo veneno en la ginebra o asfixiarnos con un edredón para robarnos el dinero, no podremos sino reconocer que la persona que nos dio aquel consejo sabía lo que sucedía en aquel pub y poseía un conocimiento especializado y científico de los pubs de la zona. Más convencidos de que ello es así estaremos si, al conseguir huir medio muertos del Pig and Whistle, recordamos que inicialmente desatendimos ese consejo por considerarlo una estúpida superstición. La advertencia es casi más impresionante si su justificación no depende de argumentos y razones sino de efectos y resultados. Siempre es muy notable aquello que, además de arbitrario, es exacto. Solemos olvidar fácilmente, aun cuando aquello nos sucede, el consejo que consideramos un lugar común patente. Pero nada puede medir el tamaño del respeto insondablemente místico que nos inspiran los consejos que inicialmente consideramos absurdos.
Como podrá verse enseguida, no estoy en lo más mínimo sugiriendo que la Iglesia católica sea arbitraria, es decir que no explique sus razones, pero sí afirmo que el converso se siente profundamente impresionado al descubrir que, aun en los casos en que fue incapaz de comprenderlas, la experiencia acabó demostrándole que existen tales razones. Pero incluso hay algo más notable, que también forma parte de las experiencias del converso. En muchos casos, de hecho, tuvo un primer atisbo de aquellas razones, aunque no fuera capaz de meditarlas, y luego las olvidó al nublar su razón el racionalismo. Éste es un caso difícil de exponer, así que me veo obligado a poner ejemplos exclusivamente personales para ilustrarlo. A lo que apunto es a que cuando tenemos una premonición, a menudo va acompañada de una advertencia, y que suele pasar que tomemos conciencia de ello tras haber desestimado ambas. Vale la pena observar este fenómeno en el caso del converso, porque frecuentemente se siente impedido por el eslogan que reza que la Iglesia suprime la conciencia. Es el hombre quien suprime su propia conciencia y descubre que ésta estaba en lo cierto mucho después, cuando ya casi ha olvidado que tuvo una.
Pondré dos ejemplos sacados de esos dos nuevos movimientos que son el socialismo y el espiritualismo. He de reconocer que cuando comencé a reflexionar seriamente sobre el socialismo era un socialista. Pero no es menos cierto, y es más importante de lo que parece, que incluso antes de oír hablar de socialismo yo era profundamente antisocialista. Aunque no lo supiera, era lo que después dio en llamarse un distribucionista. De niño, cuando típicamente soñaba con reyes, payasos, ladrones y policías, la satisfacción y la dignidad se me aparecían siempre bajo la especie de algo compacto y personal, como ser el rey en su castillo o el capitán de un barco pirata o el dueño de una tienda o el ladrón a salvo en su cueva. Crucé por mi niñez imaginando batallas en pro de la justicia que siempre consistían en defender altas murallas y casas y altares majestuosos, y algunas de estas visiones poco refinadas mas coloristas fueron a parar a uno de mis relatos, El Napoleón de Notting Hill. Todo ello sucedió, al menos en mis fantasías, cuando aún no sabía nada del socialismo y podía comprenderlo mucho mejor.
De repente, las sombras del presidio se cernieron sobre nosotros y estalló la inevitable discusión sobre qué habíamos de hacer para huir de aquella cárcel. Y entonces, en la oscuridad del calabozo, retumbó la voz del señor Sidney Webb diciéndonos que la única posibilidad que teníamos de dejar atrás nuestro cautiverio capitalista era abriendo las rejas con la famosa llave maestra del colectivismo. Para usar una metáfora más precisa, el señor Webb nos dijo que sólo lograríamos escapar de las sucias y oscuras celdas de la esclavitud industrial donde estábamos si consentíamos en fundir nuestras diminutas llaves para formar una inmensa llave, tan poderosa como un ariete. La verdad es que no nos entusiasmaba la idea de desprendernos de nuestras pequeñas llaves personales o de nuestras querencias locales ni tener que renunciar a nuestras posesiones, pero estábamos convencidos de que la justicia social tenía que abrirse paso de algún modo, y que el mejor modo era el socialista. Así, pues, me hice socialista en los últimos tiempos de la Sociedad Fabiana, como, por cierto, cualquier persona con la que valiera la pena cruzar dos palabras. Cualquiera, salvo un católico. Pero los católicos eran un grupito insignificante, los desechos de una religión muerta, más bien una superstición. Por esas fechas se divulgó la Encíclica sobre el Trabajo del Papa León XIII [40], y la verdad es que ninguno de los miembros de nuestro ilustrado grupo hizo mucho caso de aquel documento. Es cierto que el Papa se expresaba con la misma claridad que cualquier socialista cuando decía que el capitalismo «imponía a millones de seres un yugo apenas menos pesado que la esclavitud». Pero como el Papa no era socialista y era evidente que no había leído los libros y panfletos socialistas que convenía leer, no se podía esperar que tan venerable anciano supiera lo que cualquier joven de la época: que el socialismo era inevitable. Todo eso sucedió hace mucho tiempo, y un proceso gradual, sobre todo de índole práctica y política, que no es mi intención describir aquí, nos condujo a muchos a comprender que el socialismo no era inevitable, que no era verdaderamente popular, que ni siquiera era la única posibilidad, ni siquiera la mejor, de restaurar los derechos de los pobres. Llegamos a la conclusión de que para corregir la concentración de la propiedad privada en tan pocas manos, lo mejor era procurar que estuviera en manos de la mayoría, y que la mejor cura no era forzosamente arrebatársela a todos o permitir que la controlaran nuestros queridos políticos. Posteriormente, cuando esta realidad fue plenamente reconocida, nos fue posible retomar a León XIII para descubrir en su viejo y obsoleto documento, del que no habíamos hecho el menor caso en su momento, que ya entonces decía las mismas cosas que hoy decimos. «Cuantos más trabajadores sea posible debieran convertirse en propietarios». A esto me refiero cuando hablo de justificar las advertencias arbitrarias. Si el Papa hubiese dicho entonces exactamente lo que decíamos y queríamos que dijera, no sólo no lo habríamos admirado por ello, sino que después lo habríamos despreciado. Habría sido apenas uno más entre el millón de personas que desfilaban bajo la bandera del fabianismo, y los habría seguido cuando desaparecieron del escenario. Pero resulta que vio lo que ninguno de nosotros quiso ver en su momento, y como ahora sí podemos verlo, su mirada resulta decisiva. El disenso que manifestó a la sazón es mucho más convincente que centenares de consensos contemporáneos. No se trata de que tuviera razón al mismo tiempo que nosotros, sino de que él tenía razón y nosotros no.
Un crítico superficial, viendo que he dejado de ser socialista, diría algo así como «claro, como es católico, no le permiten ser socialista». Mi respuesta a este tipo de observación es un enfático no. Esto es perder de vista el problema. La Iglesia se adelantó a mi experiencia, pero era una experiencia, y no una obediencia. Ahora estoy seguro, únicamente porque vivo en este mundo y conozco un poco a los campesinos católicos y también a los oficiales colectivistas, de que para la mayoría de los hombres es mucho más satisfactorio y sano poder convertirse en propietarios que verse obligados a entregar sus propiedades a aquellos oficiales. No comulgo con el Estado socialista en su fe radical en el Estado, pero tampoco puede decirse que haya dejado de creer en el Estado únicamente porque ahora creo en la Iglesia. Creo menos en el Estado porque conozco mejor a los estadistas. Y no puedo creer que la pequeña propiedad sea una imposibilidad porque sé que existe. Asimismo sé cómo es la administración del Estado, razón por la cual tampoco puedo creer que sea perfecta. No me baso en ninguna autoridad —salvo en lo que Santo Tomás llamaba la autoridad de los sentidos— para saber que la sola comunidad de bienes es una solución demasiado simplista. La Iglesia me ha aleccionado, pero me sé capaz de aprender; lo que sé lo he aprendido porque he vivido, y eso no puedo ya desaprenderlo. Si dejara de ser católico, no volvería a ser comunista.
[40] Rerum novarum (1891).