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Era ya de madrugada y estaba tumbado fuera solo en una hamaca. Lágrimas silenciosas resbalaban por su cara a pesar de que tenía los ojos fuertemente cerrados. No quería abrirlos porque sabía que no soportaría ver las estrellas. Oyó que alguien abría la puerta de la terraza y se aproximaba. Enseguida supo que era ella, se enjugó como pudo las lágrimas y cerró los ojos simulando que estaba durmiendo.


– Álex, ¿qué haces? – preguntó ella. Él seguía con los ojos cerrados pero aun así respondió.
– Nada, sólo tomaba el aire – las palabras le salían a trompicones, trataba de darle a su voz un tono normal pero no podía -. Hace una bonita noche – dijo a modo de disculpa.
– ¿Estás bien? -. A pesar de que tenía los ojos cerrados él podía notar el matiz de cariño que esa pregunta desprendía. Era la pregunta clave. Notó cómo más lágrimas pugnaban por salir pero logró reprimirlas. Sólo pudo asentir y musitar un “sí, sí” que no le convenció ni a él.

Ella se acercó y le dio un beso en la mejilla. Eso era demasiado. Imaginó su rostro iluminado por la luna, esperando una respuesta por su parte. Por un momento quiso abrir los ojos, confesarlo todo, pasar de su cabeza y hacer caso a sus sentimientos, luchar; no podía dejar las cosas así. Quiso hacerlo pero no lo hizo. Fue un momento en el que pasaron millones de cosas por su cabeza, pero había tomado una decisión y por mucho que le doliera sabía que era la correcta. Tanto sus ojos como sus labios siguieron sellados.

– Buenas noches Alejandro – se despidió ella con un matiz que él creyó notar de tristeza.
– Buenas noches – suspiró él.

Ella se giró y se fue con silencio de estrella, lejano y sencillo.

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