Espero que el querido lector tenga en su mente como lo tengo yo el concepto “casa de los abuelos”. Ese lugar casi mágico que guarda memoria del tiempo y de la historia a través del almacenamiento de todo tipo de objetos que resisten el paso de los años negándose a aceptar su ¿inutilidad?. Entre tanto síndrome de Diógenes, sin embargo, aparecen de vez en cuando algunas perlas que hacen las delicias de los anticuarios o de los nietos que, como yo, se dedican de vez en cuando a explorar estos mares del pasado. Fue ahí donde me topé con un libro un poco cascado, editado en 1979, y con una portada ilustrada que enseguida suscitó mi interés. Estoy hablando de los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving.
Guardo un recuerdo muy grato de mis dos visitas conscientes a Granada y de sus habitantes -fui una vez con tres años pero eso no lo cuento -, de modo que fue instantáneo el momento en el que me puse en la piel del narrador, que no es otro que el propio Irving, un viajero estadounidense que oyendo las virtudes de la ciudad por primera vez se adentra en ella a principios del siglo XIX.

Leyendo a Irving es inevitable que cualquiera que haya estado en Granada y se haya dejado caer por sus rincones se transporte de inmediato a sus calles. La fluidez de su narración y el colorido romántico de sus descripciones provocan en el lector el deseo de querer estar allí, de escuchar de viva voz cada una de las historias y leyendas que los habitantes de Granada comparten con el viajero norteamericano. Esta sensación se acrecienta aún más a la vista de las ilustraciones que aparecen por todo el libro. Ahí nos gustaría estar, disfrutando de la noche granadina alrededor de una fogata en uno de los salones de la Alhambra, soñando despiertos con tres princesas cristianas cautivas, soldados enamorados a primera vista de unos ojos negros, caballeros presos de algún hechizo musulmán, generales y capitanes enemistados entre sí, alcaldes, alguaciles y clérigos algunos más virtuosos que otros, sultanes celosos de sus tesoros y de las glorias pasadas.
¿Pero de dónde surgen estas historias? Muy sencillo, de las propias gentes de Granada. Así, toda la obra no deja de ser un libro de viajes en el que el autor recoge todas estas fábulas que él mismo escuchó de la mano de hombres y mujeres de la época, ya sean estos soldados inválidos, clérigos, comerciantes, artesanos o mendigos, presentados todos ellos con pinceladas de enorme realismo. Irving, por tanto, hizo una excelente recopilación de un gran número de mitos que de otro modo quizás se habrían perdido.




A lo mejor estas historias pervivieron en la memoria de sus habitantes como perviven tantas cosas en la “casa de los abuelos”, esperando que alguien llegue, las encuentre y sienta lo mismo que sintieron aquellos que las han conservado hasta ahora.
Los Cuentos de la Alhambra se han convertido ya, por tanto, en un clásico, una lectura que recomiendo vivamente a todo aquel que ame las historias y se haya dejado caer, aunque sólo sea en la imaginación, por los patios y jardines de la Alhambra.



