Siendo un hombre más bien reservado, a mi abuelo Pepe no le conocí mucho. Cuando yo nací, él tenía ya sesenta y nueve años, tiempo suficiente para venirse a Madrid desde Canarias, vivir nuestra Guerra Civil y casi cuarenta años de franquismo, la Segunda Guerra Mundial o la crisis de los misiles de Cuba; el Concilio Vaticano II, la llegada del hombre a la luna o de la democracia a España; los primeros televisores y frigoríficos, la aparición de los primeros ordenadores e internet, por mencionar tan solo algunas cosas.
Si bien tengo algunos bonitos recuerdos de la infancia con él tirando pan a los patos en la ribera del Manzanares o celebrando la Nochevieja, uno de los momentos que recuerdo con más cariño con mi abuelo Pepe me pilló más mayor y fue del todo inesperado. Por aquel entonces, estaba viviendo una etapa complicada, no terminaba de aceptar mi último fracaso sentimental, no conseguía salir de mi adicción al nopor y la carrera no terminaba de llenarme, aunque gracias a Dios me quedaba poco para terminarla. Por supuesto, aunque yo estaba así, sufriendo en lo que en psicología algunos llamarían un periodo de transición, no me paraba a pensarlo mucho porque mi vida era intensa y no tenía tiempo. “No tengo tiempo” era probablemente la frase que más repetía en aquel entonces.
Mi abuelo Pepe no era un hombre de muchas palabras, así que cuando me lo encontré en la Colegiata de San Isidro, me dijo rápidamente que venía a misa y se despidió con rapidez porque iba a empezar en breve. Más tarde caí en que la Colegiata está a unos veinte minutos de su casa andando, pero a sus más de noventa años nunca había imaginado que pudiera encontrármelo allí, yendo a misa entre semana, en aquel momento de mi vida en el que necesitaba respuestas. Y yo estaba allí aquel día pidiéndolas.
De modo que encontrármelo allí me impactó. Por muy breve y fortuito que fuera el encuentro, me dio alegría y, echando la vista atrás, creo que también me ayudó. De algún modo, fui consciente en aquel momento de que tanto las preguntas que yo estaba haciéndome como el lugar en el que las estaba buscando responder, formaban parte de su herencia. Yo no estaba allí en aquella iglesia porque sí, sino porque así lo había recibido de mis padres y ellos de los suyos, y así hasta a saber cuándo. Y si mi abuelo a sus más de noventa años estaba allí aquel día era porque algunas respuestas había debido de encontrar.
Mi abuelo Pepe me transmitió eso sin saberlo, de forma inesperada, sin palabras, tan solo con su ejemplo. De formación y profesión militar, debía de saber que el ejemplo es más elocuente que los discursos. Por eso vivió sus últimos años entregado al cuidado de mi abuela, con las fuerzas que le quedaban, hasta que ella murió. Eso también forma parte de una herencia más importante que el dinero.
Su casa estaba llena de libros y una vez siendo adolescente le pedí prestado Chamán, de Noah Gordon. Si no recuerdo mal, también tenía El Silmarillion, de Tolkien, lo que hoy haciendo memoria no deja de sorprenderme. Sé que he empezado a escribir diciendo que no lo conocí mucho. Aquel día en la Colegiata noté que se alegraba de verme allí. El día antes de morir fuimos a verle y conoció a su tercera bisnieta, lo que nuevamente no deja de sorprenderme. Quizás le conocí más de lo que pensaba.
Descansa en paz, abuelo.
La muerte no es el final (Cesáreo Gabaráin)
Tú nos dijiste que la muerte
No es el final del camino
Que aunque morimos no somos
Carne de un ciego destinoTú nos hiciste, tuyos somos
Nuestro destino es vivir
Siendo felices contigo
Sin padecer ni morirCuando la pena nos alcanza
Por un hermano perdido
Cuando el adiós dolorido
Busca en la fe su esperanzaEn Tu palabra confiamos
Con la certeza que Tú
Ya le has devuelto a la vida
Ya le has llevado a la luzCuando, Señor, resucitaste
Todos vencimos contigo
Nos regalaste la vida
Como en Betania al amigoSi caminamos a tu lado
No va a faltarnos tu amor
Porque muriendo vivimos
Vida más clara y mejor