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Hará como cosa de un mes que vi la cacareada película producida por Netflix de Los dos papas, nominada a tres Oscar, en la que se aborda una relación imaginaria entre el entonces papa Benedicto XVI (Anthony Hopkins) y el que sería posteriormente el papa Francisco (Jonathan Pryce). Mi opinión sobre la cinta daría para una entrada bastante distinta; tan sólo comentaré ahora que la imagen que en ella se da de Benedicto XVI está bastante lejos de la realidad. Por ello, si has visto la película te recomiendo encarecidamente que leas el texto que te comparto hoy, querido lector.

Como habrás podido adivinar, su autor no es otro que Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, y se titula La verdad de la Resurrección. Es una lectura que te recomiendo que paladees con calma. Estés de acuerdo o no con su contenido, creo que convendrás conmigo con que alguien que habla del amor de esta manera no puede tener el carácter adusto y prácticamente antisocial y recluido sobre sí mismo que se adjudica a Benedicto XVI en la película. Pero si no lo ves así, como siempre nos vemos en los comentarios. Enjoy it!

La verdad de la Resurrección – Joseph Ratzinger

La profesión de fe en la resurrección de Jesucristo es para los cristianos expresión de fe en lo que sólo parecía sueño hermoso. Que el amor es fuerte como la muerte, dice el Cantar de los cantares (8,6); la frase ensalza el poder del eros, pero esto no quiere decir que debamos excluirla como exageración poética. El anhelo ilimitado del eros, su exageración e inmensidad aparentes, revelan en realidad un gran problema, el problema fundamental de la existencia humana, al manifestar la esencia y la íntima paradoja del amor. El amor postula perpetuidad, imposibilidad de destrucción, más aún, es grito que pide perpetuidad, pero que no puede darla, es grito irrealizable; exige la eternidad, pero en realidad cae en el mundo de la muerte, en su soledad y en su poder destructivo. Ahora podemos comprender lo que significa resurrección: es el amor que es-más-fuerte que la muerte.

El amor manifiesta además lo que sólo la inmortalidad puede crear: el ser en los demás que permanecen, aun cuando yo ya haya dejado de existir. El hombre no vive eternamente, está destinado a la muerte. Para quien no tiene consciencia de sí mismo, la supervivencia, entendida humanamente, sólo puede ser posible mediante la permanencia en los demás; así hemos de comprender las afirmaciones bíblicas sobre el pecado y la muerte. El deseo del hombre de ser como Dios, su anhelo de autarquía por el que quiere permanecer en sí mismo, son su muerte, porque él no permanece. Si el hombre y ahí está la esencia del pecado, desconociendo sus límites, quiere ser plenamente autárquico, se entrega a la muerte.

El hombre sabe, sin embargo, que su vida no permanece y que tiene que esforzarse por estar en los demás, para subsistir en el campo de lo vital mediante ellos y en ellos; para eso hay dos caminos, el primero consiste en la supervivencia en los hijos, por eso la soltería y la esterilidad se consideraban en los pueblos primitivos como la más terrible maldición, como ruina desesperada y muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos ofrece la mayor probabilidad de supervivencia, de esperanza en la inmortalidad y, consiguientemente, la mejor bendición que pueda esperarse.

Pero a veces el hombre se da cuenta de que en sus hijos sobrevive sólo impropiamente; surge así el segundo camino: desea que quede más de él, y recurre así a la idea de la fama que lo hace inmortal, ya que sobrevive en el recuerdo de todos los tiempos. Pero el hombre fracasa también en este segundo intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En realidad, lo que entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por eso la inmortalidad así creada es en verdad un hades, un sheol, un no-ser más que un ser. La insuficiencia de esta segunda solución se funda en que no puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo; la insuficiencia de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que uno se entrega no puede permanecer, se destruye también.

Esto nos obliga a seguir adelante. Hemos visto antes que el hombre no tiene consistencia en sí mismo y que en consecuencia la busca en los demás; pero en ellos sólo puede haber un apoyo verdadero: el que es, es que no pasa ni cambia, el que permanece en medio de cambios y transformaciones, el Dios vivo, el que no sólo mantiene la sombra y el eco de mi ser, aquel cuya idea no es simplemente pura reproducción de la realidad. Yo mismo soy su idea que me hace antes de que yo sea; su idea no es la sombra posterior, sino la fuerza original de mi ser. En él puedo permanecer no sólo como sombra; en él estoy en verdad más cerca de mí mismo que cuando intento estar junto a mí.

La aparición del ángel a las mujeres ante la tumba vacía. Fuente imagen: @Cathopic

Antes de volver de nuevo a la resurrección, vamos a ilustrar todo esto desde otro punto de vista. Reanudemos el discurso sobre el amor y la muerte: cuando para una persona el valor del amor es superior al valor de la vida, es decir, cuando está dispuesta a subordinar la vida al amor por causa de éste, el amor puede ser más fuerte que la muerte y mucho más que ella. Para que el amor sea algo más que la muerte, antes tiene que ser algo más que la simple vida. Si el amor no sólo quiere ser esto, sino que lo es en realidad, el poder del amor superaría el poder biológico y lo pondría a su servicio. Teilhard de Chardin diría que donde esto se realiza, se lleva a cabo la complejidad decisiva y la complexión, el bios queda rodeado y comprendido por el poder del amor. Superaría sus límites la muerte y crearía la unidad allí donde existe la separación. Si la fuerza del amor a los demás fuese tan grande que no sólo pudiese vivificar su recuerdo, la sombra de su ser, sino a sí mismo, llegaríamos a un nuevo estadio de la vida que dejaría tras sí el espacio de las evoluciones biológicas y de las mutaciones biológicas, sería el salto a un plano completamente distinto en el que el amor no estaría por debajo del bios, sino que lo pondría a su servicio. Esta última etapa de evolución y de mutación no sería ya un
estadio biológico, sino el fin del dominio del bios que es también el dominio de la muerte; se abriría el espacio que la Biblia griega llama zoe, es decir, vida definitiva que deja tras sí el poder de la muerte. Este último estadio de la evolución, que es lo que necesita el mundo para llegar a su meta, no caería dentro de lo biológico, sino que sería inaugurado por el espíritu, por la libertad, por el amor. Ya no sería evolución, sino decisión y don al mismo tiempo.

¿Pero qué tiene esto que ver con la fe en la resurrección de Jesús? Antes hemos considerado el problema de las dos inmortalidades posibles para el hombre, que no eran sino aspectos de la misma e idéntica realidad. Dijimos que el hombre no tenía consistencia propia, que sólo podía persistir si sobrevivía en los demás. Y hablando de los demás dijimos que sólo el amor que asume al amado en sí mismo, en lo propio, posibilita este estar en los demás. A mi entender, estos dos aspectos se reflejan en las dos expresiones con las que el Nuevo Testamento afirma la resurrección del Señor: Jesús ha resucitado y Dios (Padre) ha resucitado a Jesús. Ambas expresiones coinciden en que el amor total de Jesús a los hombres que le llevó a la cruz, se realiza en el éxodo total al Padre, y que es ahí más fuerte que la muerte porque es al mismo tiempo total ser-mantenido por él.

Prosigamos nuestro camino. El amor funda siempre una especie de inmortalidad, incluso en sus estadios prehumanos apunta en esta dirección, pero, para él, fundamentar la inmortalidad no es algo accidental, algo que hace entre otras muchas cosas, sino que procede propiamente de su esencia. La inmortalidad siempre nace del amor, no de la autarquía. Seamos lo suficientemente atrevidos como para afirmar que esta frase puede aplicarse también a Dios, como lo considera la fe cristiana.

Frente a todo lo que pasa y cambia, Dios es simplemente lo que permanece y consiste, porque es coordinación mutua de las tres Personas, su abrirse en el para del amor, acto subsistencia de lo absoluto y, por eso, totalmente relativo y relación mutua del amor vivo. Ya dijimos antes que la autarquía que nada quiere saber de los demás no es divina. Para nosotros la revolución que supuso el mundo cristiano y la imagen cristiana de Dios frente a las concepciones de la antigüedad consiste en que el cristianismo comprendió lo absoluto como absoluta relatividad, como relatio subsistens.

Volvamos hacia atrás. El amor funda la inmortalidad, la inmortalidad nace del amor. Esto significa que quien ha amado a todos, ha fundado para todos la inmortalidad. Este es el sentido de la expresión bíblica que afirma que su resurrección es nuestra vida. Así comprendemos la argumentación de Pablo, a primera vista tan especial para nuestro modo de pensar, en su primera carta a los corintios: Si Él resucitó, también nosotros, porque el amor es más fuerte que la muerte; si Él no resucitó, tampoco nosotros, porque entonces la muerte es la que tiene la última palabra (cf. 1 Cor 15,16s).

Se trata de una afirmación central, por eso vamos a expresarla con otras palabras. Una de dos, el amor es más fuerte que la muerte o no lo es. Si en él el amor ha superado a la muerte, ha sido como amor para los demás. Esto indica que nuestro amor individual y propio no puede vencer a la muerte; tomado en sí mismo es sólo un grito irrealizable; es decir, sólo el amor unido al poder divino de la vida y del amor puede fundar nuestra inmortalidad. Esto no obstante, nuestro modo de inmortalidad depende de nuestro modo de amar. Sobre esto volveremos cuando hablemos del juicio.

De esto se colige una ulterior consecuencia. Es evidente que la vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma biológica de nuestra vida mortal intrahistórica, sino zoe, vida nueva, distinta, definitiva, vida que mediante un poder más grande ha superado el espacio mortal de la historia del bios. Los relatos neotestamentarios de la resurrección ponen bien de relieve que la vida del resucitado ya no cae dentro de la historia del bios, sino fuera y por encima de ella; también es cierto que esta nueva vida se ha atestiguado y debe atestiguarse en la historia, porque es vida para ella y porque la predicación cristiana fundamentalmente no es sino la prolongación del testimonio de que el amor ha posibilitado la ruptura mediante la muerte y de que nuestra situación ha cambiado radicalmente. Según todo esto, no es difícil encontrar la verdadera hermenéutica de los difíciles relatos bíblicos de la resurrección, es decir, saber en qué sentido hay que comprenderlos.

resucitado
Resucitado. Fuente imagen: @Cathopic

Naturalmente no vamos a entrar aquí en la discusión de todos los problemas correspondientes, cada día más difíciles, ya que se mezclan afirmaciones históricas y filosóficas, aunque a veces sobre éstas no se reflexiona mucho; además la exégesis construye a menudo su propia filosofía que al profano puede parecerle la última afirmación bíblica. Muchas cosas quedarán aquí por discutir, pero lo que sí se ha de admitir es la diferencia entre la interpretación que quiere ser fiel a sí misma, es decir, que quiere seguir siendo interpretación, y las adaptaciones poderosas.

Sabemos que Cristo, por su resurrección, no volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por ejemplo, el hijo de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la vida que no cae dentro de las leyes químicas y biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad de morir; Cristo ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se llaman apariciones; por eso sus mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la misma mesa, no le reconocen; le ven cuando él mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos y mueve el corazón puede contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que ha vencido a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es tan difícil, casi imposible, para los evangelistas describir los encuentros con el resucitado; cuando lo hacen, parecen balbucear y contradecirse. En realidad hablan sorprendentemente al unísono en la dialéctica de sus expresiones, en la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no conocer, de plena identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena transformación. Se le reconoce una vez, pero luego ya no se le reconoce; se le toca, pero luego ya no se le toca; es el mismo, pero también otro. La dialéctica es, como dijimos, la misma; cambian sólo los medios estilísticos.

Acerquémonos bajo este aspecto al relato de los discípulos de Emaús, al que ya hemos aludido antes. La primera impresión parece enfrentarnos con una concepción terrena y masiva de la resurrección; no queda nada de lo misterioso e indescriptible de los relatos paulinos; parece como si hubiese vencido la tendencia por el adorno, por la concreción legendaria, apoyada por la apologética que se afana por lo comprensible, y como si el Señor resucitado se hubiese vuelto de nuevo a su historia terrena; pero a esto contradice tanto su misteriosa aparición como su no menos misteriosa desaparición, y el hecho de que el hombre no pueda reconocerle. No se le puede ver como en el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de la fe; con la interpretación de la Escritura enciende el corazón de los caminantes; al partir el pan les abre los ojos. Hay ahí una alusión a los dos elementos fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción eucarística del pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el encuentro con el resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo; aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos comprender lo incomprensible; así, hacen teología de la resurrección y teología de la liturgia: en la palabra y en el sacramento nos encontramos con el resucitado; el culto divino es donde entramos en contacto con él y le reconocemos. Con otros términos, la liturgia se funda en el misterio pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se convierte en nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre los ojos nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse visible a nosotros.

Hasta ahora no hemos dicho sino la mitad. Quedarse ahí sería falsear el testimonio neotestamentario. La experiencia del resucitado es algo completamente distinto del encuentro con un hombre de nuestra historia, pero no debe limitarse a los diálogos de sobremesa y al recuerdo que después se habría condensado en la idea de que vivía y de que su obra continuaba. Con esta interpretación el acontecimiento se limita a lo puramente humano y se le priva de su peculiaridad. Los relatos de la resurrección son algo diverso y algo más que escenas litúrgicas adornadas; muestran el acontecimiento fundamental en el que se apoya la liturgia cristiana; dan testimonio de la fe que no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente.

Sólo si aceptamos seriamente todo esto permaneceremos fieles al mensaje del Nuevo Testamento; sólo así conservaremos su alcance universal e histórico. Querer, por una parte, eliminar cómodamente la fe en el misterio de la intervención poderosa de Dios en este mundo y, por la otra, querer tener la satisfacción de permanecer en el campo del mensaje bíblico, no conduce a nada. No satisface ni a la lealtad de la razón ni a la exigencia cristiana y la religión dentro de los límites de la razón pura. Se impone la elección; el que cree comprenderá cada vez más lo razonable que es la profesión de fe en el amor que ha vencido a la muerte.

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